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Era noche avanzada en la terraza del restaurante, una de cualquier otra noche de verano en uno de cualquier otro restaurante del piso superior de Zenia Boulevard.

Había alguna pareja en las mesas de aquella terraza nocturna de verano, salpicadas entre los muchos grupos de amigos o familias, cada una con su vida o con sus vidas, con sus ganas o desganas, con sus preguntas, sus respuestas, sus palabras abiertas y sus silencios cerrados.

Y cada una con su historia y sus historias, unas ya contadas y otras por contar.

Una pareja se miraba a los ojos en profundo silencio, con sonrisa encandilada y las manos entrelazadas con dos copas de champagne que, como el cielo y sus ojos, estaban llenas a rebosar de estrellas.

Otra, conversaba de tanto en tanto mientras tomaban dos copas de vino blanco, con la tranquilidad y la desidia natural que les imponía el cansancio y la apatía, y el hecho de estar allí porque estaban y no porque querían estar. Una gota de vino cayó sobre la solapa de la chaqueta americana de él, y en su gesto desabrido al mirar los efectos causados se podía suponer que, seguramente, la prenda manchada era nueva.

Ella, morena, intemporalmente joven, hierática como una esfinge, bella hasta hacer daño. Él, mucho mayor, pálido, elegante y lleno de vida en los recuerdos que casi se dejaban ver en sus ojos claros.

Ella tenía su teléfono móvil sobre la mesa, situado boca abajo a su derecha, al lado del cuchillo, junto al plato, como si fuera un cubierto más listo para ser utilizado en cualquier momento de la cena. Cuando vibraba en silencio, ella, haciendo una pausa en la conversación, lo tomaba con su mano fina y de dedos largos, ejecutaba un movimiento veloz con su pulgar entrenado y leía el mensaje. Luego, dejaba de nuevo el móvil sobre la mesa sin más, de nuevo boca abajo, y seguía con la conversación en el punto preciso en que la había dejado, como si no hubiera habido interrupción alguna. El hombre la miraba a unos ojos que no le miraban a los suyos, miraba el móvil inmóvil sobre la mesa, y alzaba una ceja mientras daba un trago silencioso de su copa de vino blanco.

Así transcurrió la noche y la cena de la pareja. Los mensajes, uno tras otro, siguieron llegando a intervalos irregulares al móvil de la mujer. Ella seguía leyéndolos, imperturbable, cada vez. A veces, raramente, pulsaba con rapidez alguna tecla y escribía algo, y entonces su labio superior temblaba de un modo apenas perceptible. El móvil volvía a la mesa a continuación, a su derecha, boca abajo. El hombre seguía dando un trago de vino a cada mensaje, alzando su ceja cada vez, en silencio.

Estaban a punto de acabar la cena cuando a la dama le llegó el enésimo mensaje de la velada, interrumpiendo el último trago de vino de su copa ya casi vacía. Retomó su móvil, leyó el mensaje, y sin mirar a su pareja que frente a ella apuraba su copa de vino con un último sorbo silencioso, se lo dejó leer sin dejar que el móvil abandonara su mano fina y de dedos largos, confesando: «Mi hermana.» Seguidamente, sin que su labio superior temblara, lo volvió a dejar sobre la mesa, a su derecha, boca abajo.

Fue entonces cuando él suspiró brevemente y pidió al camarero otra botella de vino blanco.

 

. . .

 

Más allá, mucho más allá y mucho más tarde, una pareja permanecía solitaria en la terraza de Zenia Boulevard, mirándose en silencio con las manos entrelazadas en torno a dos copas de champagne.

Y en sus copas y en sus ojos había un nido de estrellas.

 

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