Lanzó una mirada compungida a los ojos que le miraban desde el fondo del espejo. Recorrió con esos mismos ojos de arriba abajo el cuerpo que, en pie, esperaba el visto bueno de su imagen duplicada. Todo estaba en orden: la americana de color canela, a cuadros beis y marrón oscuro, sobre una cauta camisa azul celeste decorada con una corbata marrón y azul con motivos vegetales, anudada con un grueso nudo doble Windsor. Un pantalón marrón claro vestía sus largas piernas, completando el conjunto unos elegantes zapatos castaño y crema que, a pesar de la poco usual combinación bicolor, resultaban sumamente discretos a la vista.

Apretó los dientes, inspiró profundamente y, tras un último movimiento a un lado y a otro para verificar uno y otro costado, exhaló el aire por la nariz y, dándole la espalda al espejo, salió de la habitación de su hotel, construido frente al mar.

Llegó a Zenia Boulevard unos minutos después. Aparcó su coche de alquiler en el parking y, subiendo las escaleras mecánicas, desembarcó en la Plaza Mayor. Continuó su ascenso por unas escaleras de azulejo marrón que, en sus dos tramos, le ofrecieron una bella vista panorámica y, sin más dilación, se encaminó al restaurante en la planta alta donde tenía una reserva para cenar.

El camarero le recibió en silencio y le acompañó hasta su mesa, dejó la carta y se marchó. Él se desabrochó el botón de la americana y se sentó a la mesa dispuesta. Una vez acomodado saludó con una inclinación de cabeza, mientras miraba directamente a los ojos que, desde la silla frente a él, le miraban directamente a los suyos. Sonrió con un deje de cansancio, y una sonrisa le devolvió el gesto cansado.

El camarero volvió, anotó la comanda con diligencia y se marchó de nuevo, volviendo otra vez al poco con la botella de vino blanco elegida, que descorchó pero no sirvió, y se marchó otra vez. Y todo ello sin decir ni una sola palabra.

Sirvió vino en su copa. Frente a él, otra copa recibió vino también. Levantó la suya y brindó hacia la otra que, levantada, brindaba con él. “Por ti”, dijo él. «Porque no existe nadie que me importe más.»

Durante toda la velada estuvo hablando, pronunciando al fin, en voz alta, todas las palabras que llevaba meses diciéndose a sí mismo, en voz baja una y otra vez, sin  permitirlas nunca respirar el aire puro y limpio de verse hechas sonido. Palabra tras palabra, frase tras frase, hecho tras hecho que nunca fue un reproche, dijo todo lo que sabía que debía haber dicho antes y que, aún sabiéndolo, nunca se había atrevido a decir, aún sabiendo que no hacerlo era el mejor modo de empeorar todo lo que, ahora, tarde, decía al fin.

Cuando terminó pidió la cuenta, bebió el último sorbo de vino blanco de su copa, dejó unos billetes, más de los necesarios, sobre la mesa y se puso en pie. Se abrochó la americana, la estiró un poco con ambas manos, y, una vez recompuesto, se dio la vuelta y se marchó.

Al verle alejarse, el camarero se acercó a la mesa, recogió el dinero, sonrió al ver la cantidad y, sintiendo que de repente se disipaba el agrio malestar causado por la extravagante tarea que le había sido encomendada, retiró el espejo apoyado sobre la silla, fría y por lo demás vacía, con sumo cuidado.