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La sonrisa de Luis Astolfi Antona.

Miraba a su alrededor con ojos acuosos, y sonreía.

No recordaba el lugar, no recordaba los rincones por los que tantas veces había paseado en los últimos años, fuera primavera, verano o invierno. No recordaba la Plaza Mayor, ni los paseos arbolados, ni siquiera aquella cafetería en la que cada mañana, sin excepción, se tomaba su cafelito con tostada de pan recién hecho, mantequilla y mermelada de melocotón, y un zumo de naranja natural.

El hombre no recordaba el lugar, pero sí recordaba cada una de las sensaciones que había vivido allí. Recordaba la emoción de sentir en el rostro el aire fresco proveniente del mar en primavera, los miles de gotas de agua difuminada bailando por todos lados en verano, la luz anaranjada del cielo en otoño y el frío húmedo, estremecedor, que llenaba de vida su cuerpo al respirarlo, en invierno.

El hombre no recordaba el lugar, ni las fuentes, ni a los niños jugando entre los chorros de agua, ni los restaurantes llenando el aire con aromas de barbacoa, pizza o paella. Pero sí recordaba su felicidad al percibir todo aquello, recordaba que en Zenia Boulevard había sido feliz, aunque ya no la recordara a ella, ni su compañía, ni su voz, ni su risa, ni sus ojos cuando le miraba, ni la suavidad de su piel, ni sus caricias, ni sus besos.

El hombre no recordaba el lugar ni nada de aquella vida pasada. Y al darse cuenta de ello, la mujer que le acompañaba, ofreciéndole su brazo para que afianzara sus pasos lentos, suspiró con un brillo de aceptación resignada en sus ojos negros, sin poder ni imaginarse nada de lo que, a pesar de su memoria adormecida, el hombre sí que recordaba.

Y por eso, el hombre sonreía.

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