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Él quería para ella un perfume fresco como la hierba verde tras el chaparrón. Un perfume persistente como el recuerdo de cada noche junto a ella en que no durmió con ella hasta el amanecer. Un perfume intenso como los latidos de su corazón cuando la iba a ver, cuando la veía, cuando la había visto y la quería volver a ver. Un perfume elegante como su forma de moverse y no moverse, como su forma de sentarse y levantarse, como su forma de vestirse y desvestirse y de volverse a vestir después. Un perfume que fuera dulce, tan dulce como lo era cada pestañeo en la mirada, cada palabra, cada caricia, cada sorbo de vino blanco en la copa de su boca rosa, cada segundo de saberla cerca, tan cerca siempre, aunque no la pudiera ver.

 

Ella quería para ella el perfume que fuera para él, de ella, cuando él la tuviera cerca.

 

En la perfumería probaron las más renombradas y conocidas esencias, y también otras muchas de las que nunca habían oído hablar. Dedicaron largo rato a jugar con los aromas, él arrugando su nariz, ella alzando su perfil para captar cada traza de fragancia suspendida en el aire que la rodeaba. Pero ninguno de los perfumes satisfizo su ansia de posesión y entrega.

 

Notaban ya el sentido del olfato saturado de tanto  buscar lo que andaban buscando cuando, los dos a un tiempo, repararon en un pequeño frasco de cristal que reposaba sobre una estantería, casi oculto entre tantos otros frascos, tan bonitos todos ellos, tan coloridos, tan aromáticos. Lo miraron y se miraron ellos. Se miraron y supieron que ya habían encontrado lo que habían ido a encontrar.

 

Él, el perfume fresco, persistente, intenso, elegante y dulce que quería para ella. Ella, el perfume que fuera para él, de ella, cuando él la tuviera cerca.

 

Entonces, satisfechos y convencidos de haber hecho la mejor compra que habían hecho desde haber comprado aquel vestido de tela leve como un pañuelo, volvieron a las calles de Zenia Boulevard con la recién adquirida, preciosa y vacía, botellita de cristal tallado.

 

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