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Quince centímetros los separaban, quince centímetros de boca a boca, lo suficiente para que la decisión del beso pareciera no estar siempre en la boca de ella.

A ella, que era mujer de tomar sus propias decisiones, esos quince centímetros de distancia al beso se le hacían eternos cuando se paraba frente a él y, sin palabras, le ofrecía el regalo de su boca, teniendo tan lejos la suya, mientras que él, en lugar de aceptarlo de inmediato, se erguía, pavoneándose de su estatura, hasta que, sonriendo con media sonrisa, juguetón, decidía cubrir la distancia que le separaba de ella, quince centímetros más abajo.

Una tarde, cuando paseaban por los paseos soleados de Zenia Boulevard, llevando cada uno en una mano la mano del otro y en la otra un puñado de aire de Zenia para respirarlo después, ella se encontró se encontró con unos zapatos en un escaparate. Eran unos zapatos abiertos de color azul como el verano, con pulseras alrededor de los tobillos y unos finísimos tacones de aguja, tan altos como la distancia que alejaba su boca de la de él.

Unos zapatos que desde ese momento, tras sonreír como si lo que estuviera haciendo no fuera una compra sino una travesura, pasaron a ser suyos.

Más tarde, en su habitación perfumada del hotel frente a la playa, ella, que nunca dejaba la decisión de un beso en una boca que no fuera la suya, se enfrentó a él con sus ojos ante sus ojos, sólo vestida con sus zapatos azules de pulsera, con tacón de quince centímetros de altura.

Él la miró sin tener que mirar abajo. Ella le miró sin tener que mirar arriba.

Entonces ella, sonriéndole con su sonrisa entera, se descalzó con dos movimientos felinos y, tensando cada fibra de sus esbeltas e interminables piernas de bailarina, decidió, empinándose de puntillas sobre las puntas de sus pies desnudos, el primer beso de la noche.

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