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Por Luis Astolfi Antona

La sintió como una punzada.

Una necesidad, más parecida al hambre que a la sed, más como la necesidad de un beso que la de un abrazo de consolación.

Todo comenzó con unos zapatos que ella le pidió que se comprara porque hacía ya tiempo que los viejos, siempre los mismos zapatos negros, los llevaba rotos.

Él nunca había prestado mucha atención a su indumentaria. No era que no le importara, o que no la cuidara, era solamente que no pensaba en ello. Vestía sobriamente, de un modo práctico y funcional, todo siempre limpio y bien planchado. Compraba ropa nueva cuando le hacía falta, a veces demasiada, y nunca antes por gusto o por capricho. Sustituía las camisas de manga larga del invierno por unas de manga corta durante el verano, los pantalones tupidos por otros ligeros, completando su vestuario, casi siempre, con una americana que pasaba de la lana al algodón y que, según las oscilaciones de su propio peso, a veces le caía demasiado grande y, a veces, demasiado pequeña.

Ni siquiera se había dado cuenta de que sus zapatos, siempre los mismos zapatos negros, hacía ya tiempo que estaban rotos. Se los ponía rutinariamente cada mañana y se los quitaba por la noche, y así cada día y cada noche de su rutinaria vida. Estaba habituado a ellos y los zapatos lo estaban a sus pies, de modo que cambiarlos no era algo de cuya urgencia él fuera consciente.

Hasta que ella se lo pidió.

Eran, aquéllos nuevos, unos zapatos de hebilla y brillante color de miel, piel suave como un suspiro y hechura elegante como un requiebro, y cómodos, tan cómodos como dejarse llevar, como callar para no discutir cuando se sabe que discutir no va a servir de nada.

Complacido con su adquisición se miró los pies en el espejo, contempló orgulloso sus zapatos y se sintió feliz como el niño del refrán que casi nunca había dejado de ser a lo largo de su larga vida. A continuación, sin proponérselo, sus ojos emprendieron un ascenso lento, esforzado, deteniéndose para tomar aire, agotados por la dura escalada, en cada una de las prendas que vestían su espigado cuerpo.

Y fue al enfrentarse a sus propios ojos verdes, justo en ese momento, cuando sintió la necesidad, aguda y dolorosa como una punzada.

Permaneció unos instantes sin pestañear frente al espejo, casi sorprendido, mirándose y notando cómo la sensación crecía, y suspiró con resignación.

Inclinando despacio la cabeza deshizo, hacia abajo, el recorrido que antes había hecho hacia arriba, hasta que, al llegar de nuevo a sus zapatos nuevos de hebilla y miel, le pareció vislumbrar una oportunidad.

Se irguió, hinchó el pecho y sonrió, porque… ¿qué mejor lugar para aprovecharla que las luminosas y concurridas calles y tiendas de Zenia Boulevard?

Dos trajes de invierno, uno de verano y tres de entretiempo; una americana de lana, una de seda y otra de algodón; dos pantalones de vestir, tres informales y otro que ya decidiría el ánimo con el que se lo pondría; un cinturón del color de los zapatos y otro negro para los zapatos negros que compró también; algunas camisas, adecuadas para los trajes, las americanas o para que ellas mismas tuvieran, en solitario, todo el protagonismo que desearan tener. Dos camisetas, un jersey, tres corbatas de seda, una bufanda de lana, calcetines de colores y ropa interior surtida, de suavísimo y delicado algodón egipcio, completaron la compostura de su desgastado guardarropa.

«Nunca antes te habías ocupado de tu vestuario», le dijo ella cuando hubo parado, mirándole de arriba a abajo desde la distancia de quien quiere guardarla a toda costa. Y tras un instante de silencio, con un destello en los ojos que era a la vez ácido como una gota de limón y muy seco, duro, como una pizca de comino en polvo, añadió: «¿Por qué ahora sí?»

Entonces él, sosteniendo a duras penas las bolsas en sus manos y la mirada de ella, respondió: «Porque nunca antes me habías dicho que mis zapatos estaban rotos.»

zapatos_hombres_miel

Todo comenzó con unos zapatos del color de la miel, tan cómodos como dejarse llevar…

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