Por Luis Astolfi

Había un pintor en Zenia Boulevard.

 No era el convencional pintor de caricaturas rápidas, ni de paisajes de los que se veían al alzar la vista desde los balcones de la terraza, ni de marinas azuliblancas del cercano mar. Aquel pintor era otro tipo de pintor. Un pintor que nadie sabía por qué estaba allí, en una esquina de la Plaza Mayor, cuando su entorno natural debería ser un estudio donde dar rienda suelta, hora tras hora del día y de la noche, a la realidad que sus ojos veían, pintada con los colores de su imaginación.

 Él siempre estaba allí. Tanto si era verano, con su sombrero Panamá blanco y su polo azul, como si era invierno, abrigado con un jersey de tupida lana gris y un fedora negro de felpa cubriendo su cabeza. Nadie le veía llegar ni marcharse, era como si apareciera de repente sentado en su silla de madera frente a un lienzo sobre el que nadie nunca le veía terminar su obra.

Aún así, cuando el visitante echaba un vistazo por encima del hombro del pintor, siempre quedaba extasiado ante la maravilla de su pintura, siempre la misma y siempre aparentemente igual, pero tan extraordinaria que siempre hacía preguntarse a quien la miraba qué sería lo que aquel artista sublime estaría haciendo allí, sentado en su silla de madera frente a un eterno lienzo en la Plaza Mayor de Zenia Boulevard.

 Siempre pintando un retrato. Siempre el mismo retrato de una mujer sentada, vista de espaldas, negando su rostro al observador. Siempre el mismo retrato de una mujer que solamente él veía. Siempre el mismo retrato sin terminar, pero del que nadie podía afirmar lo que le faltaba.

 Un día una mujer pasó caminando cerca del pintor. De pronto, se detuvo sin mirarle, y luego se acercó taconeando, quedando inmóvil a su espalda, cautivada por el retrato sin terminar. Él no se volvió a mirarla, solamente detuvo el movimiento de su pincel e inspiró profundamente con los ojos cerrados, apartado de la realidad por un dulce torbellino de magnolias. Sonrió.

 Y entonces, eligiendo cuidadosamente la mezcla de colores en su paleta, con una última pincelada magistral al retrato que llevaba pintando desde hacía ya tanto tiempo, pintó el aroma de aquella mujer. Afianzó después el pincel entre sus dientes y contempló el retrato, satisfecho.

 Había terminado su obra.

 Sólo entonces se volvió, sentado en su silla de madera, para descubrir que la mujer ya se había marchado.