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El hombre quería comprar un reloj.
Otro reloj, en realidad, porque ya tenía decenas de ellos. Relojes de pulsera casi todos, aunque también tenía alguno de bolsillo, para completar su imagen clásica cuando vestía de traje con chaleco.
Los tenía de todas las épocas, tipos, formas, tamaños, materiales y colores, de cuarzo y mecánicos (de cuerda y automáticos), incluso algunos digitales, con su discutible modernidad de números basados en el ocho. Y también de todos los precios, aunque él nunca presumía de ninguno en particular.
Todos eran relojes cuya única característica común era dar la hora, aunque su función, para él, iba mucho más allá de esto, ya que los consideraba un complemento indispensable que, al igual que sucedía con su vestimenta, dependía de su estado de ánimo y de la ocasión.
El hombre sentía un gran aprecio por todos sus relojes. Todos le gustaban casi por igual, pero, de todos, a los que más quería era a los que, además de decirle la hora, hacían magia.
Y es que alguno de aquellos relojes era mágico, porque le quitaba el malhumor y le hacía ver la vida de manera diferente. Más bonita, más luminosa, mejor. Cuando se sentía mal, elegía uno de sus relojes mágicos, se lo ponía, lo miraba más allá de mirar la hora, y entonces, inmediatamente, se sentía mejor.
Pensaba que tenía mucha suerte de tener relojes mágicos.
Pero como nada es perfecto ni dura eternamente, aquel día no se sentía satisfecho. Algo le faltaba, y se encontraba mal por ello. El tiempo de su vida corría, cada vez más veloz, y esa magia que hacían sus relojes ya no le era suficiente. Por eso quería comprar un reloj. Otro reloj. Un reloj que todavía no tenía. Un reloj que todavía no sabía cómo tenía que ser.
Se había puesto uno de sus relojes mágicos y se había ido a Zenia Boulevard a buscar el reloj que le faltaba. Pasó por todas las tiendas de regalos, que él tan bien conocía por haber sido la procedencia de muchos de sus relojes desde hacía años. Los miraba a todos, y si alguno le hacía un guiño, lo tomaba entre sus manos y lo estudiaba durante unos segundos, para volver a dejarlo a continuación, desencantado, en su lugar. Todos eran relojes normales, y, de un modo u otro, ya los tenía todos. Sabía que cuando lo viese lo reconocería, pero según pasaba el tiempo más temía que ese día no lo iba a encontrar.
Pero había olvidado que Zenia Boulevard, como sus relojes, también era un lugar mágico.
Caminaba, ya cansado, por el Paseo del Azahar cuando sus ojos se fijaron en una tienda que no había visto nunca. Pero lo extraño no era eso, sino que, aún siendo nueva, tenía todo el aspecto de ser muy antigua, un local que hubiera esperado encontrar en el barrio más viejo de cualquier vieja ciudad, dentro de un mercado o de un zoco. Tan antiguo que parecía que hubieran construido el centro comercial a su alrededor.
Solamente había una puerta abierta que, al mirar hacia dentro desde la calle, daba a una impenetrable oscuridad. Una puerta nada más; sobre el dintel un gran reloj de bolsillo; a su lado, un letrero con letras negras sobre fondo blanco:
RELOJERO
Entró, y al entrar se encontró con un mostrador de madera tras el cual había un hombre anciano. Un anciano con una sonrisa que no llegaba a ser sonrisa y una mirada tras unas pequeñas gafas que era mucho más que una mirada. Parecía esperarle porque no esperó a que le dijera nada, simplemente le mostró, acunado entre sus dos manos, muy pequeñas y arrugadas, un reloj.
-Creo que usted estaba buscando este reloj.
El hombre miró sorprendido al anciano y luego al reloj, y más sorprendido aún al anciano de nuevo, y de nuevo al reloj, y ahí se quedó un rato. Era antiguo, de metal dorado deslucido y con una correa de cuero, muy gastada, de color marrón claro. La caja era redonda y pequeña, con el dial beis y las manecillas doradas y acabadas en punta de flecha. Los números, también dorados, eran arábigos y estaban todos excepto el 6, cuya posición estaba ocupada por una esfera pequeña con el segundero.
En conjunto, era un reloj clásico muy bonito, e igual a tantos otros relojes que ya tenía.
Bueno, casi igual.
Lo miró. Lo remiró. Lo miró más. Y entonces se dio cuenta de lo que estaba mirando. Miró al anciano de nuevo. Ambos se miraban con interés.
-Sí, éste es el reloj que estaba buscando.
La aguja del segundero no avanzaba, retrocedía. Ese reloj no contaba el tiempo, lo descontaba.
Pagó lo que le pidió el anciano, le dio las gracias y volvió al Paseo del Azahar. Caminó unos pasos y se detuvo. Se puso su reloj nuevo en la muñeca. Dudó unos instantes, pero al final se volvió hacia el lugar donde estaba la tienda. Lo que no vio no le sorprendió.
Y entonces, al observar cómo retrocedía la flecha del tiempo de su reloj, suspiró, y mientras recordaba todas las cosas bellas que había vivido, allí, en el pasado, se sentó en una terracita bajo una sombrilla, a esperar.
Hasta que llegara la hora otra vez.
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